Les diré que me entusiasma el fútbol: soy seguidor del Real Madrid y de la selección española, pero no me cuesta reconocer los méritos del Barça de Guardiola, por ejemplo, o el Atleti de Simeone. Por desgracia, en el fútbol español confluyen corrientes antagónicas que, en mi opinión, no deben atribuirse al noble y centenario deporte, sino a la complejidad política de la sociedad moderna.
Desde aquella fabulosa Holanda de los 70, selección que estuvo muy cerca de ganar dos mundiales y fue apodada la “Naranja mecánica”, hemos llegado a los ultras que se parecen a los personajes de la novela de Anthony Burguess –luego película de Stanley Kubrick- en su concepción de la violencia como método expresivo. Fue a partir del Mundial 82 cuando, siguiendo los pasos de hooligans y tifossi, germina y se extiende el fenómeno ultra en los estadios españoles.
Lamentablemente, cada cierto tiempo tiene lugar una reyerta entre estos extremistas, llámense Frente Atlético, Riazor Blues, Ultras Sur o Boixos Nois, con resultado trágico: homicidio o asesinato, muerte violenta de algún aficionado, más o menos radical, que se encontraba en el lugar inadecuado en el momento más inoportuno. No es una violencia exclusiva de España, Inglaterra o Italia, pues también se manifiesta en otros países; asépticamente, la definiría como energía cinética de una minoría agresiva en una distribución normal -campana de Gauss- frente a una mayoría pacífica. A nivel patrio, habría que atribuirla a la discrepancia política, que en tales extremos puede devenir en odio; tal vez en Argentina las barras bravas se maten por otros motivos: como señala el sociólogo Pablo Alabarces, “la defensa del territorio propio frente a la invasión de la hinchada ajena”. No así en España, donde no se trata de una degradación animal sino de una lucha ideológica.
Hasta cierto punto puede entenderse, haciendo un esfuerzo benévolo, el ascenso de Hitler en aquella Alemania herida o el liderazgo de Stalin entre los bolcheviques. Pero hoy en día, cuando sabemos que el primero fue responsable de cincuenta y cinco millones de muertes, como el segundo es responsable de otras veinte millones –al comunismo global se le pueden imputar cien millones-, resulta inconcebible que los jóvenes se inclinen por estas idolatrías, constituyendo la extrema derecha o la extrema izquierda.
Aun así, creo que no todo es cara o cruz; no todo es aversión y maldad, sino que hay aspectos benignos en el corazón de estos fanáticos, como su amor a sus colores y el fervor, la pasión con que animan y siguen a sus equipos; aislados de sus peñas, pueden ser chicos normales, leales y cariñosos. No obstante, reunidos en masa beligerante, cantando sus himnos y adorando sus fetiches, se vuelven irascibles y rabiosos, se citan con sus rivales y, sugestionados por su doctrina, buscan sangre. ¿Hasta el punto de querer matar? No lo sé; si es así, no estaríamos hablando de meros energúmenos sino de auténticos criminales en connivencia. Cuando se cruzan neonazis y antifascistas, lo más probable es que el choque degenere en batalla campal, pues estamos ante el rebrote de aquellas ideologías que colisionaron en el siglo XX y se resisten a morir.
Yo, con todos mis defectos y debilidades, me adhiero a lo que sería el centro teórico y demócrata de la sociedad, alejado todo lo posible de los extremos y caracterizado por el respeto, el diálogo y la tolerancia. Ahora bien, tengo ya cierta edad -fui rebelde a mi manera- y sé que las personas, durante la adolescencia, pueden asimilar propaganda sectaria y adscribirse a movimientos ultras, tanto de izquierda como de derecha. Luego, es difícil hacerles rectificar y reconvertirles en sujetos pacíficos, cuando el caldo de cultivo ya se lo han tragado y lo han digerido.
¿Cómo se soluciona este grave problema social? Desde mi punto de vista, hay que actuar en tres direcciones: en primer lugar, educar a los jóvenes, desde que tienen uso de razón, en el rechazo de las ideologías violentas, el racismo y la enemistad, inculcándoles el carácter democrático. Después, ejercer con todas sus consecuencias la acción de la justicia, persiguiendo y condenando a los promotores, difusores y ejecutores de dichas tendencias radicales. Por último, reeducar a posteriori y favorecer la reinserción de quienes desechen la violencia por la paz.
Soy consciente de que no invento nada –todo esto ya se vio en la Naranja Mecánica- y que se trabaja en esta línea, pero quizá deberíamos poner más énfasis y constancia en ello. A título individual, cada persona podría hacer examen de conciencia y corregir pequeños defectos que, en plural, pueden generar fuerzas violentas; yo, que no soy político, empezaré por aportar este artículo.
Foto: Extracto de la película «La Naranja Mecánica». Fuente: Paramountchanel.es