Todavía estamos nostálgicos del San Sebastián que acaba de pasar y Ferriz ahonda en ese sentimiento. Nuestro bloggero se pone «solo frente al teclado» para regalarnos el testimonio de cómo vivió los 20 de enero de su juventud. Quizá más de un villaodonense se sienta identificado con este relato de inocencia, descubrimiento y tradición, lo que a día de hoy sigue significando San Sebastián para muchos vecinos.
Pocos días antes de la fecha señalada me preguntó mi hijo de siete años quién había sido San Sebastián. Yo recordaba de alguna manera los hechos del santo, pero por si acaso lo consulté en internet. «Ves -le dije-. San Sebastián fue un soldado, un oficial del imperio romano que desafió hasta en dos ocasiones el mandato del emperador, negándose a renunciar a su fe cristiana. Éste, enfurecido, le mandó ejecutar y San Sebastián murió atravesado por las flechas de sus verdugos, pero su recuerdo permanecería para siempre».
Mi hijo celebró el día del santo con entusiasmo, como todos los niños de Villaviciosa que no tienen que asistir al colegio el 20 de enero. Y yo recordé, haciendo memoria, lo que significa y ha significado San Sebastián para mí como vecino hoy y visitante ayer de nuestro querido pueblo.
Allá por 1989, yo era un joven que recientemente había adquirido la mayoría de edad y como tal ya se me permitía conducir, siempre que me sacara el carnet, cosa que hice pronto y a la primera. Entonces mi familia vivía en Madrid, pero en Villaviciosa se hallaba el chalet de mis abuelos y lo visitábamos siempre que surgía la ocasión, tanto en fines de semana como en vacaciones. En aquellos años, yo había comenzado mi carrera universitaria de Ciencias Empresariales en la Universidad Autónoma y, a partir de un momento concreto que no consigo recordar, pude hacer uso de un vetusto Renault 5 para desplazarme a todas partes. Llegado el 20 de enero, por supuesto hacía un alto en mis estudios y dedicaba ese día especial a divertirme en Villaviciosa.
Era todo un acontecimiento: mis hermanos y yo nos proveíamos de bocadillos y muy pronto partíamos desde Madrid para llegar al pueblo temprano, pues enseguida comenzaban las celebraciones en la plaza del Ayuntamiento. Allí se reunía la Hermandad de San Sebastián, los hermanos pasaban el día confraternizando y ofrecían, no sé si aún hoy en día será así, sangría gratis, durante todo el día, para todo el mundo.
En la España democráticamente joven de los 80 y los 90, la costumbre de beber alcohol, vino, cerveza o, en este caso, sangría, estaba muy arraigada. Somos un país productor, rico en viñedos, que desde siempre ha servido en la mesa buen vino nacional, eso sí, sólo a los adultos, y celebrado sus onomásticas embriagándose con los caldos patrios, tan numerosos como diversos, más o menos caros y selectos o baratos y populares. Siendo yo ese joven universitario, el día de San Sebastián comenzábamos a beber sangría gratuita en Villaviciosa, sirviéndonos vaso tras vaso en la plaza del Ayuntamiento, sobre las doce del mediodía, y lo hacíamos hasta que el cuerpo o la mente no daban más de sí, ya bien entrada la tarde, después de comer nuestro bocadillo y seguir bebiendo hasta que anochecía.
San Sebastián representaba para mí, tan tímido y romántico, la esperanza de volver a ver a esas dos o tres mocitas que suscitaban mi interés. Me despertaba pensando en ellas, en una u otra, y me presentaba en la plaza, donde me reunía con mis amigos, plenamente expectante y ojo avizor. Sabía que, tarde o temprano, se dejarían ver, aunque era realista y también consciente de que mi introversión me impediría dirigirles la palabra; me contentaba con admirar su grácil evolución, y como mucho hablaba de ellas en mi entorno de confianza o, en el colmo de la osadía, planeaba un acercamiento que no se produciría.
Pero la sangría me iba envalentonando y, quién sabe, entre las numerosísimas parejas que bailaban el rondón en la plaza, normalmente bien abrigadas a consecuencia del frío acuciante, tal vez me topara o me cruzara con la joven de mi predilección y la saludara o, incluso, intercambiara con ella algunas frases cordiales. Con los años fui venciendo mis temores y acercándome gradualmente a mis objetivos sentimentales, pero muchos de ellos quedaron atrás como cuadros indelebles y puros, instantáneas de una época entrañable y tal vez flor de un día, amores demasiado precoces e inmaduros, sueños que se esfumaron.
A medida que avanzaba la jornada, nos atrevíamos a explorar otros enclaves estratégicos, bares o pubs, donde tal vez se hallaran mis amores platónicos. Caminando por las animadas calles, no era extraño cruzarse con chicos y chicas menores de edad aparentemente embriagados. Bien es cierto que se trataba de un día excepcional y la permisividad era norma en aquellos tiempos, pero hoy en día me pregunto si tal dispensa es lo más conveniente. Pensando en mi hijo y ejerciendo mi responsabilidad, he de admitir que no me gustaría que probara el alcohol antes de cumplir los dieciocho años. Pero era otra época, los adultos daban carta blanca a sus hijos, como no podía ser de otro modo y éstos, libres de la vigilancia habitual y curiosos por naturaleza, procuraban imitarles. No me parece coherente criticar nuestro pasado y muchos menos nuestras más ancestrales tradiciones, pero sí me ha parecido oportuno comentarlo, en todo caso así eran las cosas, Villaviciosa era una fiesta y todo el mundo disfrutaba de ella, la edad no era un impedimento.
Luego, como sucedía en aquella España un tanto ingenua e inconsciente, tan vitalista y jactanciosa, dueña de ese carácter extrovertido, hospitalario y feliz, quien más quien menos cogía el coche para regresar a Madrid, totalmente ebrio, y conducía a la buena de Dios por carreteras peligrosas, en las que las rotondas aún no se habían implantado, salpicadas de cruces o semáforos, carriles únicos casi sin arcén en los que adelantar después del anochecer era una temeridad. Y claro, así las estadísticas de accidentes y fallecidos de hace treinta años eran mucho más elevadas que las de ahora, cuando nos hemos enmendado, hemos construido vías más seguras y concienciado a los conductores, que hoy en día se lo piensan dos veces antes de beber alcohol y subirse al coche. No como antes.
En mi opinión, hemos evolucionado, como no podía ser de otra manera, y fortalecido nuestro civismo, el respeto mutuo y la disciplina social, en aras de una mejor calidad de vida; ya no muere tanta gente en las carreteras, gracias a Dios y al esfuerzo de todos los españoles. Pero seguimos siendo esos tipos latinos, jubilosos y espléndidos, que nos apasionamos y emocionamos, sabemos vivir la vida y apreciar su poesía, y sobre todo respetamos nuestras fiestas y nuestros santos. Larga vida a San Sebastián, ese hombre ejemplar cuyo heroísmo conmemoramos, honrémoslo cada 20 de enero, orgullosos y alegres, y nunca lo olvidemos. Respetemos nuestro pasado y, dentro de una aconsejable moderación, convoquemos el baile y la celebración en las calles luciendo nuestro temperamento, que da fe de nuestra rica historia.