Recordamos hoy a Emma a través de este relato de Francisco Roldán.
Emma
Villaviciosa, mediados de los setenta. En la salida de la iglesia de Santiago Apóstol una mujer regaña a Don Pablo tras la misa de doce.
–No hace falta que grites ni que te enfades tanto, se te entiende mejor si hablas más tranquilo- le dice clara y directa.
Don Pablo, párroco de carácter y homilía calculadamente vehemente, escucha resignado la reprimenda y se compromete a tratar de ser más pausado y suave en su discurso. Seguidamente, la mujer se despide, baja las escaleras de piedra y, con un movimiento ágil y rápido, se sube a su caballo, que había dejado atado a un árbol junto a lo que entonces era “la huerta de Domingo” y hoy son “los jardines de Godoy”. Sale al trote entre los coches que abandonan en ese momento la iglesia.
Creo que ésa es la primera vez que vi a Emma, aquella enérgica mujer bajita, de tez morena y larga coleta plateada a quien recuerdo siempre a lomos de uno de sus queridos e inseparables caballos.
A los niños de aquella época Emma nos fascinaba. Verla cabalgar por el pueblo entre vehículos y peatones, ataviada con sus botas y pantalones de montar y su fusta, saludando desde arriba con su grave voz a todo aquél que se le cruzaba, era todo lo que necesitábamos para disparar nuestra imaginación sobre el pasado y andanzas de aquella intrépida amazona, tan diferente de las demás mujeres del pueblo. Un día, un amigo me contó que durante la Guerra Civil, cuando Madrid era “zona roja” sitiada por los nacionales, ella atravesaba a caballo las trincheras por las noches para verse con un novio que tenía en el bando enemigo. Aquella historia, de cuya veracidad ahora dudo, me llevó entonces a acrecentar mi leyenda sobre ella.
Me gustaba ver los encierros desde el balcón de su casa de la calle Mayor, que ella cedía amablemente a todos los vecinos que se lo pedían. También abría su jardín, que servía de refugio a quienes preferían correrlos o simplemente sentir el riesgo más de cerca. La gran puerta de hierro de la entrada esperaba abierta a los animales y se cerraba cuando éstos estaban lo suficientemente cerca como para poner en peligro la seguridad de los de dentro. En cierta ocasión, el encargado de la vigilancia apuró demasiado y un toro se coló en el interior de la casa, causando serios destrozos en el mobiliario y sembrando el pánico entre todos los afectados. Bueno, entre todos menos Emma, quien más bien pareció disfrutar con aquella aventura.
Hace poco me contaron una anécdota sobre ella que creo refleja bien su marcada personalidad. Al parecer, estaba un verano en Santander a orillas del mar en compañía de su hijo y vio cómo un marinero caía al agua desde su pequeña embarcación, tratando sin éxito de mantenerse a flote. Había más gente alrededor, y aunque todo el mundo observaba horrorizado la escena nadie se atrevía a hacer nada porque la mar estaba demasiado agitada. Al ver que el hombre se ahogaba, Emma ordenó a su hijo que se lanzara al rescate de aquel marino, no sin antes dudar en alta voz de la hombría de los varones allí presentes. El chico se lanzó obediente al agua y, aunque casi le cuesta la vida, consiguió traer consigo al marinero, que aún respiraba y pudo ser reanimado una vez en tierra. Cuando una mujer que había presenciado la escena le preguntó cómo había sido capaz de reaccionar así, arriesgándose a perder a su hijo por salvar a alguien a quien no conocía, Emma le contestó: “si no se hubiera tirado al agua habría dejado de ser mi hijo”.
Murió hará ya unos treinta años. Sin embargo, pese al tiempo transcurrido, no puedo evitar acordarme de ella cada vez que veo a alguien paseando a caballo por el pueblo.